Un refugio para mi vieja

Texto y foto: Juan Ignacio Orúe (@juaniperiodista)

La calle desierta plena de sol sorprende a mi vieja en busca de refugio mientras pateamos por Sóller con las montañas de la Sierra Tramuntana de fondo.

Aquella mañana de verano de 2022 mamá estaba feliz. Habíamos partido desde Plaza España en el tren turístico dos días después de que aterrizara por primera vez en Mallorca para reencontrarnos tras casi tres años.

El viaje recién comenzaba. Primero Palma, sus calles y parques, el mar de olas suaves, la china simpática de Paseo Mallorca a la que le compró ropa (mucha), algún lugar de tapeo, un salmón con vino blanco sobre una terraza de calle empedrada, y una conversación que volvía poco a poco, con ese ritmo natural, sus giros, humor y sobreentendidos cuando dos personas se conocen demasiado.

Después de Sóller, una caminata por Valldemosa, un corto paseo por Deyá, un viaje en auto hasta Manacor, Cala Ratjada, un atardecer y cena en Colonia Sant Jordi, y un cruce a Formentera de tres noches. Playa, risas, mucha playa.

Pero aquella tarde de Sóller mi vieja ya no estaba tan feliz debajo de ese sol espantoso y el calor aplastante del verano isleño. Y fue por la sombra, estoica, adelante, sin chistar, midiendo los pasos, la cabeza inclinada para evitar tropiezos.

Yo la seguía, contento de tenerla, y rezaba para que apareciera un barcito y tomar algo, alguito, un juguito fresco de naranja con hielo. Y mientras tanto, foto tras foto. Al rato encontramos un lugar, bebimos, el alma nos volvió al cuerpo. Y llegó la hora de subir al tren hacia Palma. Un regreso con viento, leve, amoroso.

A las tres semanas la acompañé al aeropuerto. Nos abrazamos antes de que cruzara el molinete. Le agradecí por la vida buena que me dio con mi papá, por aquella infancia preciosa. “Vos y tu hermano siempre fueron muy buenos”, dijo, como si eso le quitara mérito. Hubo alguna palabra más, tal vez algo torpe, atragantada, que no es necesario decir cuando dos personas se conocen demasiado.